miércoles, 11 de enero de 2012

Igual que el viento

No hace mucho tiempo que, como el turrón, volví a casa por Navidad. Sin apenas darme cuenta, me acurruqué entre las risas y abrazos de aquellos que me echaban de menos. De aquellos que echaba de menos. Me hice fuerte en mi isla, y me ablandé en la de los demás. Y según pasaban los días, recordé todo aquello que me agradaba de mi hogar. Disfrutaba de cada día, de cada hora, de cada minuto y de cada segundo, intentando alargar el final de esta primera época de libertad prácticamente ilimitada, sin pensar en los días duros que están a la vuelta de la esquina. Pero el turrón, cuando terminan las Navidades, se marcha.

Y yo me voy con él.

Igual que el viento, que como viene, se va.

Pero he de reconocer que, al mismo tiempo que disfrutaba de todo aquello que se me ponía por delante estos días, iba creciendo en mí la imperiosa necesidad de volver a mi burbuja. Al libre albedrío que te da tu mundo, sin nadie que te diga qué hacer, más que tú mismo. Al libre albedrío de considerar tú y sólo tú dónde se encuentran y cuáles son tus responsabilidades, obligaciones y derechos. A ese sitio en el que todo es tan distinto a mi hogar, y al mismo tiempo me agrada de tal manera que hasta me atrevo a llamarlo hogar. Y es que además, las despedidas, que ni son pocas ni son lo mío, me han hecho darme cuenta de algo importante. Aún me queda tiempo en la tierra de la pasta y la pizza, pero tampoco es tanto. Y como sé lo que sé, me preparo para disfrutarlo al máximo. Porque sé que el tiempo está viniendo, pero pasa, y se marcha, sin parar a saludar.

Y yo me voy con él.

Igual que el viento, que como viene, se va.